Corpus Christi en Tarmas

Tarmas

Jueves 31 de mayo de 2018. El calendario litúrgico marca la solemnidad del Corpus Christi. Por ser el último día de mayo, mes de las flores y de la Virgen María, también se celebra su coronación. Son las diez de la mañana de un día soleado y fresco. Las calles de Tarmas (estado Vargas), una hermosa población enclavada en la montaña, sobre el azul del Mar Caribe, están engalanadas con altares, arcos, alfombras de flores y hojas de uña de danta y otras malangas. El padre Juan Carlos Colmenares, el párroco, ha dispuesto la celebración en la plaza para asegurar la comodidad de los asistentes a la ceremonia con la sombra de los árboles y la brisa. Una treintena de niños de la comunidad hacen su primera comunión y, además de coronar a la Virgen, habrá el tradicional baile de los diablos en homenaje al Santísimo Sacramento.

El obispo de la diócesis de La Guaira, monseñor Raúl Biord Castillo, s.d.b., está por llegar, acompañado del padre Álvaro Torres, párroco de Punta de Mulatos, y de varios seminaristas que ayudarán en la parte musical. Lo aguarda también el padre Robert Cardona, párroco de la vecina población de Carayaca. La ceremonia comienza en medio de un gran fervor, la expectativa de los primocomulgantes y sus padres, de las catequistas y las niñas vestidas de angelito, unas de rojo, otras de blanco. En dos grupos, a cada lado de la plaza, como resguardándola, aguardan el momento en que lleguen los diablos con sus gritos e indumentaria característica. Los diablos reverentes, con sus trajes de tiras de colores y vistosas máscaras, se acercan al altar luego de la breve homilía del obispo y lanzan gritos que el viento lleva más allá de las últimas casas. Después de la elevación se arrodillan, en grupos de dos o tres, ante las formas consagradas y se retiran sumisos de la plaza. Al concluir la misa, comienza la procesión del Santísimo por las calles de la población y tras la custodia, cargada por el obispo y los sacerdotes bajo el palio que portan miembros de la Sociedad del Santísimo, los diablos gritan y se arrodillan en cada altar en señal de sumisión ante Dios. En los altares familiares se colocan flores y hojas, imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos. El Sumo Bien vence al Mal, la caridad a la falta de amor, la Bondad suprema al egoísmo y la soberbia.

Martín Benítez, diablo mayor y animador de la jornada, maestro de los aprendices de diablo, encabeza la comparsa con una máscara nueva, elaborada por Dariángely Bello Marchena. Adelante va, seguro y risueño, Samuel Mayora con el estandarte de la Sociedad del Santísimo. Un hijo de Daniel Benítez, cronista del pueblo, lleva la bandera de Venezuela. La procesión le da vuelta a la plaza y a la iglesia, sube despacio por la segunda calle y llega al último altar, junto al monumento de la Virgen de la Candelaria, patrona de Tarmas, en la entrada de la población. Los diablos asustan a los niños, los persiguen ante la curiosidad de los espectadores y algún pequeñín grita “tú eres mi ti, mi tío. Tú eres Martín. Yo sé”. Inocentes diabluras de ángeles con atuendo de diablo. Un grupo de señoras entona al final un canto en latín. Son las catequistas, entre ellas Catalina Bello, Myriam Yépez, Dolores Mayora, Marina Cedeño y Tiza Benítez, quienes han organizado la celebración. Daniel Benítez recuerda los orígenes del pueblo, sus vicisitudes, sus herencias culturales (indias, blancas y negras), la amalgama que no oculta las vetas de la pluriculturalidad. Plantas de tabaco espantan, quizá, de los jardines serpientes y alimañas. Hay, cómo no haberlo, un sabor exquisito de pasado en este antiguo pueblo de indios de Tarmas, pero sobre todo se respira una extraordinaria vitalidad que se proyecta en los más jóvenes al porvenir, sombreado aún por ceibas de la montañas, por cedros añosos en cuyos gruesos troncos crecen bromelias y helechos, como la especie cacho de venado.

Los miembros del Laboratorio de Etnohistoria y Oralidad del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (Jenniffer Contreras, Enrique Cubero Castillo, Fidel Rodríguez Velásquez, Segundo Jiménez García y yo) estamos atentos y emocionados, cámara en mano unos, lápiz y cuaderno en mi morral. Los niños y las niñas, por supuesto, quieren ser más diablos que ángeles, nos comenta Angélica Marchena de Bello. Algunas personas quizá se alarmen, nos dice. En realidad no es una vocación a la maldad, sino el deseo de fortalecer una tradición centenaria y una devoción arraigada entre los tarmeños: honrar a Jesús hecho Eucaristía, acrecentar su fe y renovar la esperanza no solo en un futuro, pero cualquier futuro, sino en un futuro propia, digno, con identidad, lleno de posibilidades, redenciones y (re)encuentros. Tarmas, una vez más, nos da el ejemplo a seguir: abrevar en la sabia de los orígenes, en las creencias espirituales, en el sentido de pertenencia y arraigo, para así consolidar una herencia que nos viene de días remotos, pero que nos define redimensionada y enriquecida a lo largo de las generaciones. Es, una vez más, gracias a Dios, la Venezuela profunda que nos ofrece silenciosa, ignorada muchas veces, las claves para resistir y conformar, en algún momento, un país sin exclusiones, con el menor número posible de ellas al menos. No en balde Tarmas está entre montañas con conucos y haciendas de café, sobre una serranía que baña su modorra en playas de nívea espuma, entre herencias diversas como son las matrices y constituyentes de la cultura venezolana y con una orgullosa diversidad que se saluda y celebra en su valor intrínseco e irrenunciable.

Tarmas, crisol de un viejo nuevo país, es y debe ser Venezuela. En la noche los tambores cumacos y las fulías amenizan y engalanan el rocío vivificante del sosiego para pensar-nos el país posible. Oigamos su eco. ¡Tarmas! Danos tu exquisita sensibilidad, tu sencillez grandiosa, tus ocultos amarillos de araguaneyes y botijas olvidadas, tus azules de cielo y mar, tus rojos de penitentes diablos, tu fervor, para remendar la bandera que nos convoca y hermana como símbolo y darle el lustre de tu sonrisa y tus querencias, Tarmas. Sé el emblema de esta tierra noble venezolana y el epítome de su gente, de todos nosotros.

Horacio Biord Castillo
Escritor, investigador del IVIC y profesor de la UCAB