Corpus Christi en Naiguatá

Naiguatá

Naiguatá vive en el corazón de muchas personas… Sus playas y balnearios, sus atardeceres arrullados por las olas, sus colores… Naiguatá huele a mar y a viejas historias… El cacique valeroso, los cuentos que echarían sus sobrinos doña Isabel y Francisco sobre aquellos extranjeros que hollaban las faldas de la Cueva del Piache y los ostiales de Cubagua, los pozos envenenados para resistir, las piedras en el cerro (¿rocas o espíritus?), los riachuelos, los manantiales donde un día apareció la imagen de la Virgen sobre una piedrecilla que hoy se guarda como reliquia en la iglesia.
Cantos de guarura y tambor, Naiguatá, en el estado Vargas, es un pueblo rico en fiestas que siguen, en parte, el calendario litúrgico católico, pero remiten también a otras tradiciones y creencias que se amalgaman con los ritos cristianos. Se trata de un sincretismo que no borra, sin embargo, los orígenes ni las matrices diversas de los sucesivos aportes. El cerro custodia los valles y les advierte a los intrusos la fuerza de sus entrañas y de sus vestigios, de sus cimas que desde antiguo entretienen a las nubes en parajes que los indios veneran y ofrendaban. Arriba el Pico conversa con el Misterio y abajo celebra que Dios engalane su piel y sus ojos con muchos colores, sin preferir este o aquel, sin aclarar ni alisar, sin teñir ni rizar. Costados negros, miradas disímiles… Naiguatá condensa el encanto de la tierra.

El baile de Corpus Christi convoca diablos de muchas formas. Rostros enmascarados de aves, reptiles, peces, roedores, felinos, mamíferos, dinosaurios, animales míticos van y vienen en un discurso multicolor que simboliza las muchas formas y tentaciones del mal y no solo la personificación del Maligno. Sus huestes aparecen como loros, guacamayas, águilas con cuernos, tucanes, tigres, tiburones, leones con melenas de espigas, pulpos, rinocerontes, jirafas, perros, lobos, unicornios, peces espada y martillo, caracoles, tricerátops, leopardos, dragones, panteras, delfines, elefantes, gallinas, rayas, machos cabríos, gallos, hipocampos, ratas, cobras, monos… El bestiario recuerda quizá la confusión primigenia en el Arca de Noé, pujando todos por ver la paloma con retoños de laurel en el pico. Hasta un manso unicornio danza por las calles de Naiguatá, tal vez para recordar que el mal puede disfrazarse y los depredadores usar pieles de inocentes corderos, como el lobo vistió las prendas de la abuela.

Aura Izaguirre vive frente a la iglesia y ha preparado el primer altar donde se coloca la Custodia con el Señor. Evoca a su abuelo, Ciriaco Hernández, que junto a sus hermanos Julián y Alejandro Hernández y a Ciriaco Aponte (apodado Cantabonito), fue el iniciador de la Cofradía de los Diablos Danzantes en la primera mitad del siglo XX. Antes los viejos eran celosos de las tradiciones. Solo los hombres se vestían de diablo. Los niños debían aguardar su primera comunión y aprender a rezar. Con ello tendrían la fuerza necesaria para enfrentarse a los embates del Mal. Llevaban la camisa por dentro y se cruzaban con crucifijos, con la cruz de Caravaca o representaciones de la Custodia en la parte de atrás de la camisa, sobre la espalda. El resto eran solo círculos y rayas, nada que atrajera a los espíritus impuros, nada que los reflejara en la vestimenta. Amarrados a un cinturón portaban campanas y cascabeles que caían sobre los glúteos para que el sonido espantara a los seres diabólicos. Las máscaras solo representaban antiguamente animales de granja y peces, nunca bestias con cuernos, atributos del Diablo presentes, no obstante, en las máscaras de otros bailes de diablos. Los danzantes no se quitaban la máscara, ni siquiera para saludar, como ahora, a las admiradoras que los miran emocionadas, a los amigos que aguardan el paso, a los familiares. Los viejos aún se disgustan cuando observan infracciones a las reglas antiguas. Antes bailaban no solo el jueves de Corpus, sino también la víspera.

Ahora hombres y mujeres, niños y adultos, participan en el ritual. Algunos cumplen promesas, otros invocan protección. Anteriormente las promesas solo las pagaban los hombres adultos de la familia. Los diseños de las máscaras incluyen seres cornudos y deformes, representaciones de la muerte, figuras estentóreas, incluso diseños de dibujos animados (como el Demonio de Tasmania o Nemo, el pez payaso). Las formas del Mal, las tentaciones del Demonio, han cambiado y por ello sus representaciones. Persiste la oposición entre la Luz y las Tinieblas, entre la rectitud y la bajeza, los opuestos se juntan para alabar al Señor. Hay que cruzar al unicornio para que el Demonio no lo habite y por siempre simbolice la pureza de Cristo. El padre Alberto Castillo, párroco de Naiguatá, y el señor Leonardo Corro, de la Escuela de Ministerios de la diócesis de La Guaira, llevan la custodia la noche del jueves 31 de mayo de 2018. En Naiguatá los diablos no entran a la iglesia, no se aproximan al Santísimo por miedo a su fuerza, tal vez por el temor de tantas impurezas y delitos. Van detrás. Solo se acercan a los altares para purificarse y, al tocarlos, al frotar sus máscaras con los ornamentos y figuras, al entrar en contacto directo con las emanaciones de lo Sagrado, al humillarse por la fealdad de las representaciones que cada máscara porta o evoca, alaban a Dios, invocan su fuerza y protección. El Mal no existe sin el Bien, pero el Bien lo debilita y vence sin nombrarlo. Hace mucho tiempo, por el cerro de Naiguatá, en un sitio llamado La Cadena, de donde bajaban los diablos al pueblo, seis danzantes se percataron de la presencia extraña de un séptimo bailarín. Nadie lo conocía, nadie lo había invitado. El Diablo había llegado quizá para humillarse, junto a ellos, pero en secreto, ante Dios. La caja de diablo suena en Naiguatá. Son tambores que anuncian la llegada de los penitentes, las reverencias a Jesús sacramentado. Es momento de fiesta y gritos, pero no solo de juerga sino también de expiación y rezo. Es la oscuridad que vence la luz de Dios. La noche matiza las sombras y los gestos. La luna presta luces ambiguas que tornan confusas las formas…

No importa la magnitud del Mal, el Bien proclama su beatitud. Abrevadero de la tradición, ejemplo de renovación incesante de lo propio, adecuación a los tiempos, a los nuevos demonios, la procesión camina tras el palio que portan los miembros de la Sociedad del Santísimo, distinguidos por sus medallas, circunspección y piedad. Naiguatá espanta los demonios que se ciernen sobre los caminos y las casas, que se asoman por los postigos de las ventanas, por los resquicios de la costumbre inveterada y desprevenida. Entre los diablos danzan también Dani Merentes y Jesús Medina, ambos también de la Escuela de Ministerios. Noche de diablos, crepúsculo de seres deformes, que cantan desde su condición la gloria de Dios y la perfección de lo en apariencia imperfecto. Noche de demonios sumisos y penitentes. Noche de Naiguatá. Noche de diablos que debe odiar el Diablo. Noche de Corpus. Noche de Dios.

Horacio Biord Castillo
Escritor, investigador del IVIC y profesor de la UCAB